miércoles, 26 de mayo de 2010

Mejor los veo de lejos


Crónica:

Jugar con uno menos

peloteo callejero


Me lo he prometido a mí misma: esta tarde voy a dejar de ver el fútbol desde mi balcón. Quiero jugar a la pelota con los chicos del barrio. Quiero hacer un gol y celebrarlo con un abrazo. Le he contado a un amigo mi idea y ha venido conmigo para deleitarse. Mientras vacía mi refrigerador, yo tomo “prestado” el uniforme oficial de peloteo de mi papá y los zapatos del colegio de mi hermano menor. Me recojo el pelo, me pongo una diadema para evitar despeinarme. Me veo muy chistosa, pues toda la ropa me queda grande. Salgo a la sala y mi pana se ríe. “Pareces un macho” me dice, mientras se come mi última manzana. Me pongo contenta, ése es el chiste.

Nos dirigimos a la cancha de indor-fútbol que está a la vuelta de mi casa. Apenas he salido de mi casa y ya soy toda nervios. Me arrepiento porque son las cuatro de la tarde y hace un sol espectacular que castiga. El chico de la casa de al frente casi suelta una carcajada al verme y su hermanito en cambio se asusta. Los vecinos, congregados en la cancha, desde lejos se dan cuenta de mi llegada y avisan. Algunos sonríen burlones, otros entusiastas. Tanta atención pone mal por un instante a mi compañero de aventuras, que me pregunta si no quiero regresar a casa. Pero ya estoy ahí frente a los muchachos, que todos los domingos admiro de lejos. Las rodillas me tiemblan, no puedo decirles nada. Pienso que me van a batraciar. Le tomo la mano a Luis Miguel y le pido apoyo moral.

“Muchachos, ella quiere jugar con ustedes”, les dice casi igual de nervioso, y me empuja hacia adelante.

Un chico rubio y bronceado se muestra atento: “Claro, claro, será un placer. La trataremos como a una princesa”. Un flaco que sale de la nada exclama: “La tratarás como princesa tú, porque yo no le voy a dar ventaja”. Otro más gracioso me pregunta: “¿Tenemos que dejarte tocar la pelota?”. El rubio me dice con señas que no les haga caso. Mi amigo, ahora muerto de la risa, les advierte: “Claro, la tienen que dejar jugar de verdad”.

El muchacho amable que me aceptó en su conjunto se presenta: “Aquí en la cancha me dicen El Gringo”, y me extiende la mano. Luego se acerca y me da una palmadita en la espalda. Entramos juntos a la cancha y me indica que toque el balón. ¡Estoy tan emocionada! Pero enseguida siento el peso de las miradas de los rivales y de los curiosos mientras hago el peloteo de calentamiento. Por ahí escucho las risas burlonas y uno que otro piropo de otros peloteros que han ido llegando, y a mi panita haciéndome barra. Los del equipo rival ni se inmutan, me miran de reojo; pero me parece que no es precisamente por mis habilidades con el balón.

El Gringo, que es el duro del barrio, ingresa a la cancha y, chifleando, llama a los jugadores. Empieza la charla de rigor: se pacta que el ganador sea el primero en meter dos goles. Ingenuamente pregunto quién va a pitar el partido. Todos se caracajean y un vecino que escucha de cerca me explica entre risas: “Aquí no hay albitro. No hay tiros de esquina, ni tarjetas amarillas. Están permitidas unas cuantas pataditas”. Los rivales se aprovechan de la bondad de mis compañeros de equipo y quieren apostar “de a lata”, cuando siempre se apuesta cincuenta centavos “por nuca”; o si es que no hay plata quedan en besos y abrazos. Después de debatir un rato (un tal Andresito exclama: “Oye loco, pero si es como jugar con uno menos”), los rivales nos conceden el saque y arranca el partido.

Carliño (en realidad se llama Carlos, pero a los que juegan bien les “acomodan” el nombre a lo brasilero) me pasa el balón y de inmediato me interceptan. Nos atacan de una. Un muchacho de dientes prominentes burla al primero y al segundo, pero El Gringo no le deja pasar la tercera, ¡ja! Noto que un muchacho de pelo largo y barba espesa me mira preocupado y enternecido. Él es de mi lote y me distraigo. Me sonríe y yo no lo miro, y me arrepiento. En eso la pelota pasa junto a mis pies, la recibe el chico de los dientes, centra y gol. Desde los balcones de las casas y las veredas los espectadores me miran y se lamentan.

¡Estoy pasando tanta vergüenza! Los rivales me hacen un baile a toda orquesta: me quitan el balón, lo retroceden, y a veces, desconsiderados, hasta hacen cascaritas. De vez en cuando, por dignidad, detengo remates con mucho esfuerzo, aunque se nota que no le están dando con todo. De repente no puedo creer lo que veo: estoy avanzando con la pelota, me he acercado al arco rival. ¡Ah, pero qué ha sido!, deliberadamente han aflojado. Casi puedo ver como se ríen y yo lo intento con todas mis fuerzas y remato: ¡Aaaah! ¡A las manos del arquero! “¡Uuuuh!” susurra el barrio.

Durante el partido escucho las carcajadas de los espectadores cuando fallo, y quiero llorar. Además el calor me llega hasta por la planta de los zapatos. Retrocedo dizque a proteger la zona, pero de inmediato siento que aquélla ha sido una mala elección: un desadaptado me lanza un balonazo. Mis nuevos panas enseguida lo increpan, uno lo insulta (yo lo insulto en mi cabeza), Carliño medio en broma lo amenaza: “Ya vas a ver más luego”. Por unos segundos me tiro al suelo haciendo berrinche. Escucho a Luis Miguel exclamar asustado desde afuera: “¡Uy, pobrecita Yuli!”. El chico de la barba y su amigo se acercan para ayudarme, pero de inmediato me levanto. Me preguntan si estoy bien y ni siquiera les contesto. ¡Nada que el de la chivita es de mi lote! ¡Estoy tan enojada!

El Gringo, que está picadísimo y parece que ya me quiere, me hace unas señas: les jura venganza. Y mientras yo estoy “robando pulmón” y rogándole a la Virgen para que se acabe el partido, él anota desde media cancha. Todos se abrazan. “¡Vamos equipo todavía! ¡Se viene abajo el estadio!”. Hemos recuperado el honor. El Gringo y yo también nos damos un abrazo de gol.

Enseguida, El Grillo da pase, devolución instantánea en pared, definición a lo crack, suave, colocado, engañando totalmente al arquero. Me quedo atontada, tanto que casi aplaudo. Los otros ganan el partido. Decepción en mi alma. Pienso que con estas cosas tan serias no se puede jugar así nomás. Nos sentamos en la vereda a mirar los siguientes cotejos. Mis compañeros no están enojados, pero me miran, se me ríen y me dan apoyo moral: “No estás tan mal, tienes que seguir practicando. Regresa el día de la madre” me dicen medio en serio, medio en broma, y yo también me río. Nuestro rival resulta campeón de la jornada.

Después de los besos y los abrazos El Flaco dice: “Ya hace hambre”. Todos concordamos con él, así que cruzamos a la tienda. El Gringo y Andresito piden media jaba de cerveza. Carliño, Javiriño y Sir Christopher Warrior (me dicen muertos de risa que él es toda una personalidad, y él consiente) piden panes y cola, “comida de campeones”. ¡Pues no faltaba más!, yo compro lo mismo. Mientras tanto los chicos me cuentan de la vez que una de sus amigas se dejó meter un gol de arco a arco. De pronto llega a la tienda una chica curvilínea de pelo largo y castaño que acapara toda su atención. Me siento un poco celosa. Ella se va y ellos se miran en silencio con un brillo en los ojos muy particular. Ya es de noche, así que los dejo para que puedan hablar a sus anchas de la pelada. Mi amigo y yo nos despedimos extendiéndoles la mano, pero ellos aprovechan y me dan besito. El Gringo me invita al peloteo del próximo domingo. “Para la revancha” dice. Yo acepto la invitación, aunque noto que los demás se arrepienten. Entonces agrego: “Vendré pero sólo para verlos”. Y todos se quedan contentos.

Yuliana Castelo Rodríguez

Guayaquil, jueves, 04 de marzo de 2010

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