miércoles, 19 de abril de 2017

Stanley Parker Graf: amor genuino por la música





“No existe una fórmula mágica, pero si agarras una guitarra, por ejemplo, y en los primeros acordes que tocas surge una ínfima melodía, la música se hace cargo del resto. Y no hay nada que pueda librarnos de ello”, dice Stanley Parker Graf, compositor y guitarrista guayaquileño, sobre cómo podría funcionar la inspiración. Stanley cree que la belleza del sonido también está en el silencio y asegura que el acorde que nos hace falta “podría surgir de una equivocación”.



Stanley Parker Graf



Cuando Stanley Parker tenía once años encontró una guitarra en el clóset de su mamá, Henny Graf. Él no sabía cómo funcionaba ese instrumento, pero estaba seguro de querer tocarlo. Cómo insistió tanto, su mamá desempolvó la guitarra y le enseñó algunos acordes. Desde aquel día, Stanley no ha dejado de tocar música.


“Volver”, el inolvidable tango de Carlos Gardel y Alfredo Lepera, fue la primera canción que Stanley aprendió. Su abuelo, el arquitecto Pablo Graf, la tocaba a menudo en su acordeón. El compositor cuenta que fue su abuelo quien le transmitió la curiosidad y el amor por la música. “Él solía decir que su hobby era ser arquitecto, pero que su profesión era la música… cuando lo íbamos a visitar él me llamaba y me decía 'Vente, Stanley vente para acá' y entonces me tocaba un pasillo, un bossanova o un tango. Siempre había una canción nueva que quería mostrarme”.


Cuando Stanley tenía catorce años quería tocar la guitarra todo el día, incluso cuando estaba en el colegio. Aquello le trajo algunos inconvenientes, sin embargo, en esa época entabló una amistad inolvidable: el también compositor guayaquileño, Ricardo Pita, asistía a la misma secundaria que Stanley y, al igual que él, amaba a los Beatles y llevaba siempre una guitarra consigo.


“En esa época yo era un poco inseguro, había compuesto algunos temas pero no se las había mostrado a nadie. Un día Ricky me mostró sus canciones y entonces yo le toqué las mías. Me acuerdo que me dijo '¿Ese tema es tuyo? ¡No puedo creerlo! ¡Qué bacán compones!' y desde ahí empezamos a apoyarnos mutuamente y eso me ayudó mucho a creer en mí… Éramos como Lennon y McCartney: si uno llevaba una idea el otro la sostenía o la completaba, cada uno tenía sus canciones y también componíamos juntos”, dice Stanley, que sonríe, mientras lo embarga la nostalgia.


Cuando Parker y Pita eran adolescentes, en la década de los noventa, solían ir a ver a Pintados en la Pared, una agrupación formada por Ramiro Pita (hermano mayor de Ricardo), Francisco Savinovich, Mauricio Coronel y Juan Javier Campoverde. “En esa época no habían muchas bandas en Guayaquil que tocaran música propia, pero ellos estaban componiendo sus temas y tocándolos, y entonces nos decíamos: '¡Nosotros también podríamos hacerlo, tenemos ideas e imaginación!'… Las ganas que ellos tenían y su musicalidad significó mucho para nosotros”, señala Stanley.


En 1999, después de graduarse del colegio, Parker se fue a vivir a Estados Unidos. Sin embargo, Pita y el baterista, Oswaldo Armendáriz, estaban esperando a que él volviera para formar una banda. En 2001, Stanley regresó a Guayaquil para estar cerca de su abuelo. Entonces nació Ave.


Ese primer proyecto musical es uno de los recuerdos más especiales de Stanley. Cuando el compositor habla de Ave la ternura que siente por esos años de sueños, hallazgos y amores puede verse en la luz de sus ojos. “Con Ave grabamos un sinnúmero de canciones, pero de forma casera porque en ese entonces no sabíamos grabar. Lo que hacíamos era conectar los instrumentos y 'microfonear': ¡era muy importante para nosotros poder escucharnos! La música era nuestra motivación más grande, no se trataba de nuestros egos, sino de dar el todo por el arte”, cuenta Stanley mientras juega con los recuerdos que guarda de ese inmenso pedacito de historia.



Ave

Ave grabó entre el 2002 y el 2006, en las ciudades de Guayaquil y Buenos Aires, cinco discos inéditos. Stanley Parker y Ricardo Pita compusieron para la banda (juntos y de manera individual) alrededor de 80 canciones, hasta que la vida decidió llevar a cada uno a lugares distintos. Toda la discografía de Ave puede escucharse en la plataforma virtual 'Reverbnation' (http://www.reverbnation.com/avegrupo).

Stanley también guarda con inmenso cariño el recuerdo de su maestro, Aníbal Arias, figura destacada en la historia del Tango. Cuando él estudiaba Música Contemporánea en la ciudad de Buenos Aires, encontró un disco de Arias que lo cautivó. Y cuando se enteró de que aún vivía, fue a buscarlo a la Escuela de Música Popular de Avellaneda para conocerlo. Arias lo recibió en un salón y, al notar su interés por aprender, ofreció darle clases. Pero Stanley no las tomó enseguida porque creyó que todavía tenía que practicar, al menos durante un año, antes de convertirse en alumno del maestro.

“Cuando yo lo conocí él ya tenía 80 años. De repente nos hicimos amigos, yo lo acompañaba a los conciertos y a caminar… y cuando por algún motivo no me alcanzaba el dinero para las clases él me decía 'Después me pagas, pero no dejes de venir. Tú eres una buena semilla'. Él creía mucho en mí, siempre me acuerdo de eso. Espero que esté orgulloso de cómo toco ahora”.

Su maestro no se equivocaba al creer en él. Stanley interpreta de forma impecable una variedad de géneros. Y, además, cuando canta o ejecuta su instrumento, la música, que debe sentirse preciosa y genuinamente amada, se vuelve tangible y danza y acaricia a todos los que la escuchan.



Aníbal Arias y Stanley Parker


Desde 2011, Stanley forma parte del Trío Fulminante, una agrupación que surgió a partir del gusto e interés por investigar la música ecuatoriana que compartía con los músicos Israel Maldonado y Francisco Savinovich. Ese mismo año, cuando el Trío Fulminante llevaba a cabo la producción de un recital en homenaje a Julio Jaramillo, Stanley conoció al chileno Ernesto Guerra y meses después formó a junto al arpista el Dúo de Arpa y Guitarra de América.


Stanley Parker y Ernesto Guerra


En los próximos meses, Stanley tiene previsto lanzar su primer disco solista. El álbum, titulado Dulce Motora y grabado en 'RecLab Estudios', incluirá nuevas versiones de algunos temas que Stanley compuso cuando tenía alrededor de quince años y que luego tocó con Ave. Este trabajo discográfico está dedicado a Luis Alberto Spinetta, uno de los compositores que ha colmado de felicidad el alma de Parker. Dulce Motora habla de la posibilidad de cambiar y de no extinguirse; se siente inocente, cálido y real, como todas las palabras de Stanley.


Para poder terminar la grabación del disco y continuar con el proceso de masterización, Stanley lanzó una campaña de crowfunding que estará disponible hasta el 21 de abril de 2017 en la plataforma Catapultados. (https://catapultados.com/proyecto/dulce-motora/)






“Las alegrías se miden con cuentagotas, si no pregúntenle al cielo que a veces nos inunda y a veces no nos moja”, dice tímido el compositor mientras escucha “Amanecer“, una preciosa canción que le compuso a la música que, en sus palabras, “puede curarnos y llevarnos al borde del amor”. 

Stanley cree que detrás de todas las cosas hay una fuerza, una “Dulce Motora” que, de repente y en el momento preciso, sobresale ante nuestros ojos y nos dice o nos hace sentir una cosa distinta para que podamos continuar. Detrás de la música de Stanley está su corazón, que es como el de un niño que se hace un sinnúmero de preguntas y que entiende el lenguaje del cielo.






Yuliana Castelo Rodríguez
Texto publicado en la revista En Hora Buena
Guayaquil, Ecuador. 



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miércoles, 1 de junio de 2016

Raquel Rodríguez: De cómo el amor está en la punta de la nariz




Todos los fines de semana, desde hace más de 9 años, los payasos humanitarios que conforman la Fundación Narices Rojas visitan dos hospitales de la ciudad  con el objetivo de acompañar a quienes se encuentran en estado de vulnerabilidad por razones médicas y/o capacidades especiales. Durante este tiempo, los voluntarios de esta organización han sido sostenidos y amados por Raquel Rodríguez, su mamá payasa.



Raquel Rodríguez. (Fotos: Cortesía de Narices Rojas) 




Por: Yuliana Castelo Rodríguez
Texto publicado en la revista En Hora Buena (Edición 28, julio de 2015) 

“El arte más poderoso de la vida es hacer del dolor un talismán que cura. ¡Una mariposa renace florecida en fiesta de colores!” 
Frida Carmen Kahlo

El doctor Torugo y el doctor Blandengue, dos voluntarios de la Fundación Narices Rojas, me cuentan que ya no se acuerdan de cómo eran antes de ser payasos; que solo recuerdan que alguna vez llegaron a pensar que habían perdido la capacidad de darle amor a los otros. Ellos también me dicen que Raquel Rodríguez, fundadora de la organización y su mamá payasa, derrumbó el muro de piedra que los cubría con sus abrazos y sus palabras de aliento.
Los doctores acarician mi cabeza y se despiden de mí porque tienen que prepararse para su intervención lúdica en el Hospital de niños León Becerra. En una sala vacía del hospital, Torugo, Blandengue y otros seis payasos humanitarios de Narices Rojas limpian sus estetoscopios, guardan sus juguetes en los bolsillos de sus mandiles y preparan su corazón – respirando, abrazándose, cantando- para poder dárselo a través del juego a los niños, jóvenes, adultos y adultos mayores que se encuentran en el lugar.


Cindyrección (Cindy Baldeón) y Torugo (Víctor Figueroa), voluntarios de Narices Rojas. 

Ahí también está Raquel, como todos los sábados y domingos desde hace nueve años, con el anhelo de llenar de color aquel hospital y para decirles a sus hijos payasos que los ama, para que no tengan miedo de ser ni de entregarse. “Lo que hace el payaso es estar presente, con todo su corazón, para cambiar el entorno de dolor y sostener al otro; eso es lo que hace Raquel por nosotros”, me explicaban Blandengue y Torugo.
La Fundación Narices Rojas es una organización ecuatoriana sin fines de lucro que nació en 2006 a propósito del sueño de Raquel Rodríguez Rivera (Guayaquil, 1968) de llenar esta ciudad con narices rojas. Pero esta historia empezó muchísimo antes.
En 2003, Raquel realizó un viaje a través de Sudamérica con su amiga Ángela Arboleda con el propósito de tomar talleres de danza, teatro y narración en oral en distintos países. Durante ese viaje, mientras estaba en Lima, Raquel tuvo la oportunidad de ver a los payasos humanitarios de la organización peruana Bolaroja creada por Wendy Ramos (también fundadora del grupo Pataclaun) y ahí su corazón dio un vuelco. “En ese momento yo pensé ‘¡Wow! A mí me hubiera encantado que un payaso me visitara para alegrarme cuando estuve en el hospital’ porque cuando uno está ahí se siente tan angustiado, tan solo… Yo entonces no sabía nada sobre los payasos de hospital, pero algo como que hizo clic dentro de mí y me dije ‘esto es maravilloso, hay que llevarlo a Ecuador’”.

Los payasos humanitarios tienen la misión de acompañar y sostener a quienes se encuentren en estado de vulnerabilidad. 


En 1989, cuando Raquel estudiaba en la escuela para actores del Banco Central, estuvo en un hospital cerca de tres meses a causa de una intervención quirúrgica que debió realizarse para contrarrestar los efectos de la miastenia gravis, una enfermedad neuromuscular crónica que padece desde los 19 años.
Como los payasos de Bolaroja se quedaron dando vueltas en la cabeza de Raquel, durante el 2003 y 2004 ella tomó algunos talleres de clown (payaso) escénico y empezó a planear un evento en Guayaquil con Wendy Ramos sin saber a ciencia cierta bajo que marco lo realizaría. Al año siguiente, tomó un segundo taller con el maestro argentino Víctor Stívelman y entonces pudo ver y sentir todo con claridad. “En esos talleres con él fue que me enamoré de la nariz roja porque me di cuenta de que el payaso tenía la oportunidad de vivir intensamente y yo quería vivir así porque no sabía si iba a estar mañana… en el segundo módulo fue cuando supe que quería ser payasa. Recuerdo que lo llamé a Víctor y le dije ‘esto es lo que quiero hacer por el resto de mi vida, quiero llenar de narices rojas Guayaquil’ porque el payaso es algo fabuloso que lo invita a uno a conectarse con su corazón, a ser quien realmente es y a brillar con su esencia… y entonces yo pensaba ‘¡Wow, esto lo tiene que saber todo el mundo!’”.
Después de decir esto Raquel se queda quieta, está llena de asombro. Y su voz y sus ojos son como los de una niña pequeña que acaba de descubrir que cuando se sueña se puede volar.
En 2006, Raquel organizó el primer encuentro de Narices Rojas en Guayaquil e invitó a maestros clowns de diversos países para capacitar a quienes quisieran ser payasos de hospital. “Al principio todo el mundo me decía que no iba a funcionar, incluso mis amigos no entendían por qué hacía esto, pero como me amaban me acolitaron, tomaron los talleres y me ayudaron a organizar el encuentro… Después de eso yo seguí gestionando para traer más talleristas, aunque yo nunca visualicé la dimensión que Narices Rojas iba a tomar; solo lo hacía porque algo en mi corazón me decía que tenía que hacerlo”. Ese mismo año, Raquel estableció legalmente la organización y fijó su aniversario el 1 de junio, el Día Universal del Niño. Desde entonces no ha dejado de hacer malabares para que nazcan payasos por toda la ciudad.
En 2009, Raquel consolidó uno de sus más grandes inventos: la Universidad del Humor y el Amor que, a través de la Facultad de Ciencias Risológicas, otorgaba en un principio el título de Payaso de Hospital a quienes completaran la formación que ofrece Narices Rojas. En este proceso los estudiantes reciben módulos de clown, improvisación, arte circense, instrumento musical y abrazoterapia. También aprenden técnicas de bioseguridad y el Método de Bienestar y Alegría.
En 2012, la Fundación emprendió una capacitación con la organización estadounidenseClown without borders (Payasos sin fronteras) para que los voluntarios también estén preparados para asistir emocionalmente a los habitantes de zonas altamente vulnerables, y desde entonces se incorporan como Payasos Humanitarios.

La doctora Risistas B1 durante una jornada de Abrázame, una campaña de Narices Rojas

En una de las salas de reuniones del Hospital de niños Francisco de Ycaza Bustamante está el doctor Chichi, profesor de la Universidad del Humor y el Amor, preparándose también junto a otros siete payasos para la intervención que realizarán. Chichi guarda en sus bolsillos sus lápices y papeles de colores, me mira a los ojos y entonces se dispone a responder mis preguntas.
“Los doctores curan el cuerpo y los payasos atienden el corazón… Un payaso solo puede salir de una sala cuando ha logrado cumplir con su misión y por eso tiene que desarrollar la escucha y estar muy sensible para poder entender qué necesita cada niño o cada familia: si podemos jugar, si solo es necesario que los acompañemos o si no es pertinente que estemos allí… Viéndolo desde fuera es un trabajo que complementa a la medicina, que la hace integral. Yo he visto a niños levantarse del coma con solo tocarlos o abrazarlos y también he visto a familias enteras reconciliarse… con las intervenciones lúdicas de alguna manera se van sanando esas heridas que se forman cuando alguien está hospitalizado o atravesando por un momento duro”, explica Chichi.

Chichi (Christian Gaibor) y Blandengue (Juan Carlos Gonzáles en la obra AmorES payasos

La doctora Risitas B1 también explica que el amor y la risa pueden curarnos porque un abrazo nos sostiene y además reafirma nuestra personalidad. “Uno se siente amado y entonces confía en que todo va a estar bien… y cuando una persona juega o está alegre segrega endorfinas que lo hacen sentir bienestar y entonces asimila mejor los medicamentos y se recupera más rápido; esto está científicamente comprobado.”
“Yo he logrado pensar que esta enfermedad que padezco tenía una misión en mi cuerpo y en mi alma porque gracias a ella me sensibilicé y ahora puedo decirle al mundo que con una sonrisa el dolor se hace liviano y que el payaso es esa posibilidad que te toma de la mano y te ayuda a encontrar el color en este mundo en blanco y negro”, me dice Risitas B1 mientras me acomoda el corazón con la caricia que es su mirada.
La intervención de los payasos está por empezar. Las enfermeras caminan despacito o se detienen por los pasillos del hospital para poder ver y escuchar a sus colegas. Erna Aguirre, supervisora del Hospital León Becerra, dice cubierta de alegría y de burbujas que el trabajo de los voluntarios de Narices Rojas ayuda al personal médico a crear y fortalecer vínculos con los pacientes y sus familias. “Todos los domingos yo retrocedo en el tiempo y vuelvo a ser una niña y a llenarme de energía para trabajar. Ellos vienen para darnos la mano a nosotros también, nos hacen partícipe de sus juegos y en ese momento trabajamos todos en equipo por el bienestar de los niños… Es un granito de arena muy noble e inmenso ese tiempo que nos dan”.

Fotos: Cortesía de Narices Rojas 

El doctor Chichi empaña con su aliento el vidrio que lo separa de una paciente de sala de infectología. Ahí, en aquella ventana, él le dibuja flores y palabras mágicas. La niña lo mira encantada y le envía todos sus besos. Las doctoras Glucosa y Confucia y el doctor Globulito cantan y bailan en una sala que alberga a más de 25 niños y niñas y, al menos, a quince adultos que los acompañan. Una parte del público tarda en aparecer, pero los payasos no se rinden: confían el uno en el otro y también en sus voces de tarro y en sus poemas disparatados. El doctor Chichito y la doctora Coliflor le recetan a una señora dos medicinas que, según dicen, son la cura para todo mal: el abrazo de corazón a corazón y el  ‘acuchí’ (una caricia – pellizco en las mejillas). En el instante en el que señora aplica la primera dosis del acuchí a su esposo ella se reconforta. Podría jurarlo, vi cómo se iluminaron sus ojos.
Raquel mira a los payasos y sus ojos se convierten en un manantial. Ella se queda quieta otra vez y me dice: “Sin los voluntarios no hubiera pasado mucho… todo esto ha sido como muy bello y exitoso porque ellos le han puesto mucho amor a esta misión que es tan grande que sobrepasa mi cuerpo… Les estoy inmensamente agradecida por hacer esto que es la razón de mi vida. Ellos están en mi corazón, por eso digo que todos somos una sola nariz”.

Los payasos de Narices Rojas realizan intervenciones en los hospitales infantiles Francisco de Ycaza Bustamante y León Becerra. 

Hace unos días, Raquel se mudó a Estados Unidos por un tiempo para implementar el programa de formación de payasos humanitarios en Los Ángeles en convenio con la organización The Laughter Consultants (dirigida por creador Sebastien Gendry, creador del Método de Bienestar y Alegría) con el objetivo de llevar risa y bienestar a zonas vulnerables de ese y otros países.
El próximo 29 de julio, el premio Altas Conciencias creado por la Editorial Espacio Cósmico y Disturvia Agencia BTL otorgará el reconocimiento a la trayectoria a Raquel por su labor holística. Este premio será recibido por Cecilia Salazar y Alexandra Gonzaga, quienes desde el inicio de Narices Rojas han trabajado junto a ella “al pie del cañón y contra viento y marea; lo que significa a pesar de no contar con financiamiento para poder llevar a cabo los proyectos de la Fundación”, cuenta Raquel.
Las doctoras Chechi Locura y Risitas B1. 

Según las estadísticas de la Fundación en estos 9 años de trabajo han logrado llegar a los corazones de 185.000 personas. Y aunque se trata de una cifra bastante alta, quienes han sido partícipes de su labor señalan que esta no llega a dar cuenta de todos los milagros que ocurren gracias a una nariz roja.
Un payaso no es un personaje, es uno mismo con toda su ingenuidad, humanidad e inocencia como la de un niño, sensible, transparente, capaz de regalar lo mejor de sí mismo para que haya luz”. 
Raquel Rodríguez Rivera

miércoles, 3 de junio de 2015

Aníbal Páez, Teatro Arawa y el mundo de lo posible



Aníbal Páez es un actor y dramaturgo guayaquileño que forma parte del grupo Teatro Arawa de la Universidad de Guayaquil. Aníbal y los miembros del teatro Arawa han construido otras realidades a pesar de que siempre parece imposible hacer arte sin avión y sin alas.


“El cielo es un abismo al revés”
El personaje – actor J. Antonio en  Soliloquio Épico Coral

A Aníbal Páez Quevedo le divierte imaginar que fueron otros los que escribieron el cuento de la historia y viajar en el tiempo para darle la vuelta a sus certezas. A Aníbal también le gusta jugar con sus compañeros del Teatro Arawa al juego brechtiano, ese con el que hacen travesuras los juglares desde hace cientos de años, sosteniendo y rompiendo todo el tiempo la ilusión del teatro.

El grupo Teatro Arawa de la Universidad de Guayaquil estrenó en agosto Celeste, una obra escrita y dirigida por Páez.  En este montaje,  Aníbal y los demás miembros del Teatro Arawa se ponen caretas para representar a ciertos personajes de esta ciudad, héroes fantasmales y figuras políticas actuales, que son los que habitan y fabrican los discursos que construyen su historia oficial.


Escribir y jugar para desdibujar las certezas

Celeste cuestiona las concepciones y relatos que aparecen en los libros de Historia y que todos, consciente o inconscientemente, alguna vez hemos dado por sentado. Aníbal explica que la idea de Celeste era tratar de asentar, de volver un poco más terrenal la historia de Guayaquilpero además él quería regresar al hecho de que la intolerancia de algunos gobiernos latinoamericanos ha desintegrado muchas ideas y a muchas personas.

En Celeste un militar se enoja y asesina a un mensajero porque no entiende cómo una luciérnaga, “criatura insignificante”, es capaz de producir su propia luz. Dos héroes de la independencia, amparados por un decreto institucional, le cobran al pueblo por haber gestado su libertad, y un hombre que estaba haciendo casas le dice a su torturador -y también a los espectadores- “yo no corrí, ustedes dispararon… Una señora dijo que esas tierras se la heredaron sus padres. ¿Puedo preguntar algo? El primer dueño, ¿a quién se las compró?”.





En Celeste  actúan: Juan Coba, Juan Antonio Coba, Marcelo Leyton, Jaime Pérez y Aníbal Paéz.

Este segundo trabajo de dramaturgia de Aníbal Páez está dedicado a Juan Coba Caiza, quien fundó el grupo Teatro Arawa en 1983, y que “no se dejó morir”. Aníbal cuenta que Coba fue apresado en 1977 mientras enseñaba teatro en la comunidad de Mapasingue, cuando estaba en el poder el triunvirato militar. En esa época, los pobladores del sector se habían organizado para hacer viviendas y tomarse esas tierras: “A Juan lo apresaron porque creyeron que era un activista político, o sea, lo era, pero hacía activismo político a través del arte. Él estuvo encerrado durante cuatro meses y vivió en carne propia la tortura, una experiencia que ha vivido esta ciudad… Juan ha sido un permanente hacedor de teatro, de esos que trabajan de manera silenciosa durante muchos años. De alguna manera esta obra es un homenaje también a esa resistencia”.




De izquierda a derecha: Juan Coba y Juan Antonio Coba. Abajo: Aníbal Páez. 



Crear y pelear para que la casa no muera

Soliloquio Épico Coral o Los hombres que no podían montar la obra de un autor al que no le interesaba que lo entiendan es el título del primer trabajo de dramaturgia de Aníbal y narra cómo los miembros de un grupo de teatro (los Arawa) no pueden llevar a cabo una obra. “La razón: acumulación excesiva de proyectos pendientes. Sueños aplazados por auto carga gradual de expectativa múltiple y sonora…”, explica el actor Juan Coba Caiza en una escena de la pieza teatral en la que se representa a sí mismo.

Aníbal escribió Soliloquio Épico Coral mientras la desolación que sentían los miembros del grupo a causa de la dificultad que conlleva el quehacer artístico en Guayaquil estaba a punto de desintegrarlos. Esta pieza teatral es un homenaje al poeta ecuatoriano Sergio Román Armendáriz, exiliado en Costa Rica hace más de 50 años. Una de las obras que los Arawa intentaban montar sin éxito estaba basada en sus textos Una función para butacas y Un extraño en la niebla. El miedo al fracaso, la intención de rescatar del olvido al poeta y el proceso de grupo del Teatro Arawa, le permitieron a Aníbal fabricar esta obra salvavidas. Crear en medio de la imposibilidad.



Soliloquio Épico Coral es un homenaje al poeta ecuatoriano Sergio Román Armendáriz




Aunque alguna vez se hayan sentido cansados, los Arawa, han organizado desde 2000 el Encuentro de Teatro en Comunidad, Entepola – Ecuador. Este festival tiene como objetivo llevar el teatro a sectores populares de la ciudad para que las familias que habitan en esas comunidades, sus artistas y diversas agrupaciones de teatro latinoamericanas,  hagan posible nuevos espacios para el arte y otras realidades.

Aníbal Páez quiere jugar siempre con sus compañeros del Teatro Arawa porque ellos son su casa, porque en su teatralidad popular y  porpulir encontró la que era su herencia: “el trabajo de grupo es una forma de quehacer teatral que es válida como utopía, porque maneja lógicas de producción comunitaria donde todos hacemos de todo, pero que ya no van con la época y que por eso se vuelve una resistencia”.  A propósito de su rol como director en las últimas dos obras del Teatro Arawa, Aníbal dice (y así lo dejó plasmado en el programa de mano de Celeste) que sus compañeros le han permitido jugar a que dirige  mientras le han enseñado a ver.


Actuar y dejar ver los huesos y el corazón

En sus clases de teatro, Aníbal suele leerle en voz alta a sus alumnos el ensayo “Reflexiones lírico prácticas sobre el actor” del dramaturgo César Brie. En su introducción, este texto al que siempre vuelven los Arawa, señala lo siguiente: “Mientras aprendes, debes treparte al escenario y mostrar tu inexperiencia. Destino de actor: servir de almuerzo a los críticos mientras hambreas. Extraña alquimia la de mentir honestamente, la de mostrar el corazón a través de la ficción y la poesía”.

A Aníbal Páez le divierte mucho jugar con sus compañeros de Arawa a que son actores, pero que son ellos mismos; y presentarse frente al público, despojados de sus personajes, para decirles que hay algo que desde hace tiempo querían contarles e invitarlos al mundo de lo posible: ese que no es, pero que hubiera podido ser. Aníbal explica que no ha sido su intención decir verdades, pero sus palabras y las del Teatro Arawa, honestas y llenas de color, han permitido que otras voces tengan lugar en el corazón de los espectadores.

En sus trabajos, Aníbal y los Arawa dicen lo que siempre va a hacer falta escuchar, dejándonos ver que se han confundido y han discutido, que han bailado y han reído. Por eso es que quizás, cuando libran batallas sobre el escenario, o dan clases, o cuando llenan de alegría las calles de la ciudad con su comparsa, pareciera que no pesaran, que no tuvieran miedo, como Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza. Ni un poquito.



Yuliana Castelo Rodríguez
Guayaquil, septiembre de 2014.


Este texto fue publicado originalmente en la revista En Hora Buena. 
Fotos: Cortesía del Teatro Arawa. 

sábado, 25 de abril de 2015

Darío Aguirre y el cine documental como una ventana



Hace casi un año vi  “El grill de César” de Darío Aguirre en la décimo tercera edición de los EDOC. Recuerdo que lloré y me reí muchísimo y que luego me sentí avergonzada porque fui a ver el filme con dos personas que acaba de conocer, pero es que no podía evitarlo... Luego de ver el documental tuve la oportunidad de entrevistar a Darío y escribir un texto para la revista En Hora Buena que a continuación les comparto. Este filme acaba de estrenarse en salas de cine de Quito, Guayaquil y Cuenca y no pueden perdérselo, sobre todo si necesitan volver a casa. 

Gracias por todo, Darío! 
Y gracias a ustedes por leer y compartir! 




Darío Aguirre y el cine documental como una ventana 


Darío es un nombre gentil, parece traer consigo el sonido del agua. Darío es el nombre del director y protagonista del documental “El grill de César” que en marzo de 2014 ganó, junto al filme “La Muerte de Jaime Roldós” de Manolo Sarmiento y Lisandra  Rivera, el premio al Mejor Documental en el Festival de Cine Latinoamericano de Toulouse.  Darío era el nombre que sonaba a través de las risas y los aplausos de quienes asistieron a las funciones de inauguración de la décimo tercera edición del festival “Encuentros del Otro Cine” que se llevó a cabo en mayo pasado en Quito y Guayaquil.  

Darío Aguirre nació en Guayaquil y creció en Ambato. A los 20 años se fue a vivir a Alemania para estudiar Comunicación Visual y poder mirar el mundo desde otra ventana. En ese país vive y trabaja como director de cine independiente hasta la actualidad. Cuando Darío se mudó a Alemania tomó la decisión de alejarse de su familia y del Ecuador.





El mismo Darío que unos días antes me había llevado a conocer a sus padres en Ambato a través de su película “El grill de César”, me recibe en su departamento en Hamburgo con una sonrisa tímida y acogedora. Nunca antes había entrevistado a alguien vía Skype. Recuerdo las escenas del documental en las que Darío trata de enseñarles a usar Excel a sus padres a través de una videollamada y sonrío. Siento que conozco a Darío desde antes; sin embargo, no sé cómo preguntarle por qué decidió alejarse de sus padres. Pero tengo que empezar desde el principio: “Sentía que para poder cumplir el sueño que tenía en ese momento debía desvincularme de problemas que no podía resolver estando a miles de kilómetros de distancia”, me responde Darío. 

Darío estaba concentrado y las dudas sobre lo que ocurría en Ecuador ya casi no lo visitaban. Pero un día, luego de doce años, su papá, César, lo llamó por primera vez a Alemania para pedirle ayuda: las deudas de su negocio, un restaurante de pinchos, lo habían llevado a la quiebra. Darío se molestó un poco, “¿por qué tengo que ir a ayudarlo?”. Pero enseguida se dio cuenta de que esa era la oportunidad para solucionar las cosas que había dejado atrás.

“Cuando mi papá me llamó me dije: ‘este es el chance de hacer algo juntos’, porque lo difícil es encontrar algo en común con los padres. Es como dice mi abuelita en una escena del filme: ‘uno es grande, el otro es joven, los temas son diferentes, ¿de qué van hablar?’. Pero si encuentras algo en común con ellos, más vale aprovechar eso”. Entonces Darío decidió salir a buscarse y hacer un documental.





 “Al principio lo único que tenía claro era que iba a regresar a Ecuador para salvar el restaurante y que habían dos posibles finales para el documental: se salva el restaurante o mi papá me saca de éste. Y en base a eso se podía construir una dramaturgia clásica para el desarrollo de la historia según lo que iba ocurriendo con el negocio, pero con el paso del tiempo teníamos también nuestra relación”. A pesar de que Darío había vuelto como hijo adulto, seguía sin poder hablar con su padre. Ambos estaban concentrados en cumplir un papel, el uno frente al otro.

Le pregunto a Darío qué pensaba de César cuando era niño y me cuenta que, en ese entonces, preguntaba insistentemente dónde estaba su padre: “yo no recuerdo, pero mi mamá me decía que yo quería saber por qué y dónde trabajaba mi papá. Y aunque algunas veces me llevó con él y pude hacerme una idea de lo que hacía. Nunca relacioné el trabajo como una razón para su ausencia porque el trabajo es algo muy abstracto para un niño. Sí, tu papá necesita dinero, pero, ¿para qué?”.

Darío me explica que uno suele arrastrar el punto de vista del niño durante años: “Pero en algún rato, cuando vas creciendo, puedes ponerte en la posición del otro. Eso es lo que me pasa también en la película, que voy entendiéndolo a él. “Yo no sabía que el tema central del documental  era el reconocimiento de mi figura héroe. No sabía que era ese el centro de mi viaje hasta que empecé a investigar la biografía de mi papá. Yo no sabía que necesitaba preguntarle a mi papá qué pensaba de mí, hasta el momento en el que me él me cuenta que nunca supo qué pensaba su padre de él”.





“El grill de César” es un filme inmenso porque, aunque no estaba planeada para cumplir ese objetivo, es una invitación que nos ha hecho el cine documental para desmitificar el tema de la comunicación entre padres e hijos que durante generaciones ninguno de los dos ha sabido cómo funciona. Y es que gracias a que Darío se convirtió en una ventana, cada espectador puede regresar a su primer nido, mirar a sus propios padres y aceptar  lo que significa crecer.  

“Por más personal que sea una historia, somos más parecidos de lo que creemos. Y ese era mi punto de orientación. Yo me concentro siempre en que hay gente que tuvo ese mismo sueño, que tiene esa misma pregunta o que está harta de esa misma cosa, entonces sé que hay algo ahí que hace falta descubrir, y decido tomarme en serio esos roles que me pasan en la vida”.





En “Cinco Caminos a Darío”, su primer largometraje, Darío nos había confesado: “el miedo cuando tengo que extender mi visa nunca me ha abandonado, es como si caminara en la cuerda floja entre dos mundos. Como si hubiera varios Daríos en distintas combinaciones, pero no sé a cuál de ellos quiero cultivar”. Afortunadamente, el realizador descubrió durante ese primer filme autobiográfico, que quería cultivar a ese Darío que se sale de la ruta cuando lo sobrecargan las preguntas, al que quiere intercambiar vivencias con la gente, a ese que puede saltar de un lado al otro y regresar.  

Antes de despedirme, le pregunto a Darío como es la relación con su padre después del documental. Su voz apacible da un brinco y me cuenta que ahora hablan de todo, incluso de cómo se sienten. Entonces ya no lamento tener que dejar de conversar con él porque quiero llamar a mi papá y pedirle que me acompañe a Ambato, porque tenemos que ir a probar los pinchos de César.








Guayaquil, junio de 2014. 



¡No se pierdan El grill de César en las salas de cine de Guayaquil, Quito y Ambato! 

De clic aquí para ver el trailer del filme.

Fotogramas tomados de: www.facebook.com/elgrilldecesar