domingo, 24 de mayo de 2009

El primer cassette que tocó fue de Nirvana

Se lo regalaron a finales del 98 cuando él tenía doce no le gustaba la música todavía en ese entonces no hacía otra cosa que ver dibujos animados sólo de vez en cuando se encerraba en su habitación para releer Las aventuras de Tom Sawyer aún posee la virtud de desquiciar a las personas que se encuentran con su mirada oscura después de haberse enternecido con su carita de niño bueno no habla mucho pero siempre escucha y nunca juzga nada tiene una memoria extraordinaria sabe con exactitud los compases de las canciones que le interesan las tantas responsabilidades familiares laborales y académicas no le han permitido aprender a tocar la guitarra de su hermana de mayor él se muere de la pena cada vez que escucha a esa preciosura de caoba entonar canciones sentimentales se ha podido comprar le han podido regalar mil veces un Ipod un reproductor mp3 un discman según pero al muchacho no se le pasa por la cabeza ni en broma dejar su walkman de baterías eso sí para economizar apenas salieron ahorró y se compró un par de las recargables no lo deja no por razones sentimentales sino por razones elementales para qué comprar artefactos codiciados por los ladrones con audífonos minúsculos que no acarician las orejas y que no ofrecen la misma percepción de tonos bajos sino que más bien molestan y con teclas y pantallitas que ponen a pensar demasiado juguetes incapaces de provocar placer y angustia mientras se retrocede la canción necesaria además del enorme gasto cómo si no hubiese en que más gastar la plata y de que todos hasta los pelados que escuchan música pendeja andan de un lado para el otro sordos por los dichosos aparatitos él no cuando recién se despierta o antes de irse a dormir cuando sabe que nadie lo necesita se sienta en el piso en el acogedor rincón que forman el velador y la cama introduce un cassette en la cajita plateada y se cubre los oídos con los mismos audífonos que usó por primera vez cuando tenía catorce dependiendo de la canción una que otra vez se lleva al pecho el walkman y hasta lo abraza o lo sirve de guitarra a veces se pierde mirando la cinta brillante que envuelve lentamente el diminuto carrete por el espacio de plástico transparente que deja ver el cassette y se pone nostálgico porque no todos escuchan a esos músicos ni nadie usa ya esos artefactos ni sabe en qué andarán los sabios y entrañables panas del colegio que le presentaron a Kurt Cobain después del ritual de más de una hora de viejas canciones el muchacho limpia el walkman con la camiseta blanca de su pijama y lo pone acostado no vaya a caerse sobre la mesita de noche.

Gracias a mi basura

"We have a remedy

You´ll appreciate

No need to be so sad

He´s only late"


A quick one when while he's away

The Who



Todos los días es lo mismo. Cuando entro a mi habitación ella aprovecha para escabullirse. La descarada, me lo pregunta con el mismo tono de mi madre:


—Muchachita, ¿cuándo vas a botar toda esa basura?
—No es basura —le contesto meliflua.

Antes de desvestirme pongo música en volumen alto. Eso a ella no le molesta, por suerte. Me estoy bañando y canto. Ella también canta, con la misma pasión y desafinación; cuando la miro hace como si estuviese buscando pajaritos en el techo. Me visto. Necesito dormir, pero la terca mujercita no me deja descansar. Se pone a ordenarlo todo; a mí también me gusta el orden, y la ayudo. Después me enloquece que todo esté tan pulcro y alineado, así que a sus espaldas desbarato algo.

Otra vez mira de arriba abajo la enana torre que han formado mis periódicos apilados.

—¿Hasta cuándo?
“¡A ti que te importa!”, le quisiera contestar, mas sólo alcanzo a decirle:
—Déjalos ahí, ya tendré tiempo para leerlos.
Se voltea a mirarme y me lo dice con toda seguridad:
—No, no lo tendrás.

Vuelve a los periódicos, se sienta en el piso y se dispone a revisarlos. Se queja porque encima está un periódico amarillento de hace ocho meses y no el de ayer. Se calla, pero sólo por un instante, porque ella tampoco tiene paciencia para organizarlos. Ahora habla sin parar, extiende sus brazos y los mueve intentándome explicar. Yo trato de no escucharla pero la vocecita entra… y se agrava en mi cabeza.

—Bótalos.
—No.
—¿Por qué?
—Porque ya los revisaré, porque me pueden servir, porque no los he leído.
—¿Vas a leer noticias viejas?
—Sí... no, quiero leer ciertas notas, a ciertas personas.
—¿Y si botas todos estos y lees lo que publiquen a partir de mañana?
—Sí, claro... a partir de mañana.
—Y ya no traigas más diarios a casa.

Ella cree que los voy a botar. Y todos los días es lo mismo, sólo que a veces —contadas veces como hoy— ella se acuerda de nuestra discusión anterior. Lo sé porque no ha venido conmigo, y sabiendo que la vocecita está sola y maquinando algo en mi contra, no puedo caminar en paz. Tengo que volver a la habitación pronto.

Al fin llego. Abro la puerta despacito. La formidable mujercita ha movido mis cosas de su lugar. Se ha probado todas mis camisetas —que no le gustan— y las dejó en el piso y al revés. Ha ordenado mis películas alfabéticamente. Ha buscado mis exámenes en medio de todos los cuadernos y carpetas, pero no tiene qué reprocharme. La hallo con el pelo recogido, la cara limpia y en sus jeans recortados.

—Vamos a botar tu basura.
—Que no es basura.
—Sí es basura, inservible y mal oliente.
—Aquí huele a biblioteca…pongamos las cosas como estaban antes.
—Y también botamos tu basura.

Sonrío y empiezo poniendo los libros en su sitio. Ella de verdad cree que al terminar saldremos de puntillas por la casa, cruzaremos la calle y dejaremos en la esquina mi basura que no es basura. Pongo música. La caprichosa mujercita recoge la ropa tirada, se suelta el cabello y disimuladamente baila. Vuelvo a los periódicos, me siento en el piso y me dispongo a revisarlos. Mientras revuelvo los diarios le recuerdo que pronto se cumplirá un año de cuando encontró a Cortázar; sus lagrimones al final de la película de anteayer; su fallido y hermoso intento de retrato, de cuento, de crónica, de poema. Me ignora, se disgusta y se me ríe.

Ha terminado de ordenar la habitación. Yo también estoy cansada. Nos dejamos caer en la cama. Fijamos por un rato la vista en el tumbado. Interrumpe el silencio y sin voltearse me dice:

—Hoy no pasa el recolector de basura.

lunes, 18 de mayo de 2009

Por mi papá y los extraterrestres


Cuando tenía nueve años me enamoré de un grupo de muchachitos que jugaban
pelota mejor que los demás. Tenía que ser, porque sus partidos los pasaban por televisión, y muchísima gente toda de azul iba a verlos. Les llamaban “los extraterrestres”. Mi papá fue el responsable de mi enamoramiento; porque a mí siempre ne ha gustado mirarlo cuando estaba pensativo, ocioso y contento. Y cuando él ve el fútbol está de todas esas formas.

Me sirvió mucho mirarlo y escucharlo: yo siempre alardeaba de que sabía más de fútbol que todos los niños del barrio juntos, más que mis dos hermanos mayores. Según yo, sabía tanto como mi padre que es Director Técnico.

Y como sus dos hijos varones mayores ya no estaban en casa, mi hermana estaba ocupada con el enamorado, y el otro hijo varón era un bebé; mi papá “me escogió” de entre todos sus hijos, para enseñarme el fútbol, en el adorado césped de mi patio. A Dios gracias a mi no me gustaban las muñecas, ni los vestidos, ni los moños, sino jugar a la pelota, acompañar a mi papá a sus entrenamientos, ver los partidos de Emelec, leer y leer.

Hubo un "extraterrestre" con el que me encariñé más. En esos tiempos era muy delgado, siempre que driblaba yo pensaba que se le iban a romper las piernas, como se rompen los palos de fósforos, justo por la mitad. Le decían el “Nine” porque así habían pronunciado sus compañeros de escuela el nueve de su camiseta. Todo el mundo llevaba la cuenta de sus goles. Yo quería llevar la cuenta de los abrazos que sus pases originaban. Recuerdo que me fijé en sus ojos verdes aceitunas y que mi papá me preguntó: ¿qué le verán las mujeres a este muchachito?

La verdad, yo no sé que le habrán visto.
Lo que yo sí sé es que él y sus amigos hacían magia sobre el césped de la cancha. Ver a ese chico delgadito llevarse a toda la defensa del equipo contrario, cualquiera que haya sido éste, era un verdadero espectáculo. Yo soñaba jugar algún día así y ser la causante de tanta alegría; pero por más que intentaba no podía ni contra los tres conitos estáticos que mi papá me ponía a esquivar, ni hacer cascaritas, ni rematar de cabecita. Recuerdo un partido en el "Nine" logró otra maravilla: se había quedado solo frente a la portería y con un quiebre engañó al portero y el balón reposó en el lado contrario dentro del arco. Estaba fascinada pero también un poco desanimada porque pensé que el fútbol era solo para talentosos.

Después de celebrar aquel partido mi papá juntó a los vecinos para jugar; y ese fue otro espectáculo: Hombres con panzas prominentes y sin nada de de cordinación intentaban meter de cualquier manera el balón en el arco. Se reían, se empujaban, descansaban en medio de la cancha improvisada. El Emelec de mi papá también ganó ese partido. Me ilusioné de nuevo porque mirándolos comprendí que el fútbol acogía también a las personas que no eran dioses con él balón, a personas que no podían más que patearlo.
Mi papá continuó celebrando y revoloteaba por toda la casa como un niño chiquito; mi mamá lo miraba enamorada y después de ese domingo ella intentaba mirar con gusto los partidos. Mi papá con paciencia le explicaba porqué los jugadores no se podían golpear.

Los extraterrestres quedaron vice campeones ese año, pero la celebración era grande por lo que esos muchachos habían logrado. Mi papá saltaba sobre la cama, de repente se bajó de ésta de un brinco me levantó en brazos y me subió al balde de la camioneta. No habíamos avanzado ni tres cuadras y el carro estaba lleno de personas que cantaban y brincaban. Caía del cielo papel picado azul y plateado. Justo cuando íbamos por el centro de la ciudad un muchacho me subióa sus hombros para que pudiera mirar lo demás. Fue cuando vi las calles todas azules llenas de gente que cantaba, abrazaba y bailaba con los hermanos que encontraban en el camino. Entonces supe de verdad que el fútbol era algo imposible de no amar y que, entre todos los demás, el azul era mi color favorito.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Los poemas en los cofres


Mi abuela daba miedo toda ella, por lo hermosa que era. La recordaré todas las noches para escribir historias decentes cuando crezca.


Mi abuela tenía el cabello castaño y resplandeciente. Lo llevaba largo, tan largo como todas sus vidas, siempre suelto y enredado. Aún no entiendo porqué parecía que el tiempo no hubiese pasado por él.

Los ojos de mi abuela eran claros y eran oscuros. Yo le huía a su mirada intensa y tierna; porque si la miraba, entonces lograba que yo hiciera cualquier cosa. Me convenció de que leyera libros que olían a madera vieja. Me convenció de que escuchara la canción de la lluvia y la del perro negro. Y ahora siento nostalgias de esas gentes y esos tiempos.

Mi abuela tenía una voz grave y dulce. Yo creía cuanta palabra saliera de su boca. Solía contarme las aventuras de los hombres que amaba; aunque yo no entendía como podía amarlos si jamás los conoció. De un argentino buen mozo decía que era el ángel de todos los pueblos. Estaba enamorada de un mimo encantador en blanco y negro. Miraba, a veces entristecida otras maravillada, la sonrisa de un músico adorado.

En el cuarto de mi abuela había tres cofres de madera, uno blanco al lado de la cama, otro verde sobre la mesa y uno negro junto a su sillón. Cada cofre guardaba cientos de poemas escritos por hombres sin razón. Los poemas del cofre blanco hablaban de una mujer buena, los del verde le cantaban a una mujer sabia, y los del negro a una embustera.

Mi abuela era más vieja de lo que parecía. Y no era una sola, mi abuela.

Una noche las vi a las tres. Dos tenían los ojos del color de la miel, la tercera los tenía oscuros. La muchacha desnuda era igual al ángel de la guardia que yo imaginaba, pero sin alas. La que escribía un libro que yo había leído antes, era como la abuela que siempre vi, pero con el pelo cubierto por las edades. La señora, parecía el dios al que debía rendirle las cuentas de mi corazón.

Las tres mujeres me notaron, me miraron a los ojos y sonrieron. A ellas no les tuve miedo. Corrí hacia cada una, hacia todas para que me acogieran.

Mi abuela, que cuando la abracé se hizo una de nuevo, me pidió que guardara nuestro secreto.