A veces él tenía que aceptar que la extrañaba. Especialmente los días como aquel en que el insolente azul del cielo lograba la más hermosa de las combinaciones con el verde de los árboles. Había momentos oportunos para robársela de donde estuviera y traerla de regreso. Ese día era propicio: tenía toda la voluntad de rememorar, la casa estaba sin colegas y sin amigos, el vino alcanzaba para dos y podía fumar sin preocuparse de que ella empezara a delirar con el olor de los habanos.
La dicha triste lo había envuelto. Recordó las historias que ella le contaba, los lugares a los que huía cuando sentía que estaba en peligro. Cerró los ojos para intentar hacer lo que su delirio de cabello largo hacía para estar viva. Y la vio. Cerró sus ojos convencido. Y la tuvo. La tuvo entre sus brazos. Ella renació de su costado. Él volvió a respirar con el olor de su pelo. Bajaba sus dedos incrédulos por su cuerpo cuando apareció nítida frente a él con sus manos vacías. El abrazo lo llevó al punto más alto de la enajenación.
Durmió por largo rato ese día. Antes de abrir los ojos imaginó la primera caricia que ella le hacía para despertarlo. Abrió los ojos cuando la misma caricia lo llamó. Estaba despeinada al otro lado de la cama. La había traído de vuelta.
1 comentario:
Ya decía yo porqué me caíste tan bien. Tenés alma de escritora, me gustó ese pequeño cuento.
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